Recuerdo aquel día que metí en la bañera al esclavo.
Desnudo y con los ojos vendados, titubeando en sus movimientos,
se sentía totalmente indefenso.
Si le hubiese soltado una ostia en aquel momento,
no habría sabido de donde le caía:
pero no la merecía.
Estaba obedeciendo y hacía todo lo que yo le indicaba.
El contacto con la fria porcelana le hizo erizarse y esbozó gestos de desagrado en su cara.
Pero se quedó tumbado.
Obedeciendo.
El frío empezaba a hacerle temblar.
Me senté a defecar: lo hice y, al limpiarme, se me ensució un dedo.
Se lo dije a mi esclavo y le ordené que abriera su boca.
Lo hizo sin pensarlo dos veces,
pero fue un engaño mío:
el dedo sólo tenía chocolate masticado por mí,
que el esclavo comió con agradecimiento doble.
Despues saqué mi verga
y le meé todo.
Mojado y marcado.
El contacto con la meada caliente sé que le gustó.
Lo dejé allí, para que se enfriara.
Volví a los diez minutos,
aunque podría haber tardado una hora:
seguía en la misma postura, pero temblaba.
Temblaba de frío y aguantaba.
Lo hice levantar, lo duché con agua caliente y seguía temblando.
Ahora temblaba de placer.
Con una toalla lo sequé como se seca un perro después de lavarlo.
Mi esclavo seguía temblando, de gusto y de excitación.
Cuando, con la toalla, lo envolví todo y lo abracé,
mi verga
estaba durísima.
Mi esclavo seguía con los ojos vendados, confiado en mis brazos,
seguro y a salvo,
quitándose el frío que le hacía castañetear los dientes.
Ahora ya no temía nada:
lo protegía su amo.
Yo lo sentí, en ese momento,
absolutamente mío.
Desnudo y con los ojos vendados, titubeando en sus movimientos,
se sentía totalmente indefenso.
Si le hubiese soltado una ostia en aquel momento,
no habría sabido de donde le caía:
pero no la merecía.
Estaba obedeciendo y hacía todo lo que yo le indicaba.
El contacto con la fria porcelana le hizo erizarse y esbozó gestos de desagrado en su cara.
Pero se quedó tumbado.
Obedeciendo.
El frío empezaba a hacerle temblar.
Me senté a defecar: lo hice y, al limpiarme, se me ensució un dedo.
Se lo dije a mi esclavo y le ordené que abriera su boca.
Lo hizo sin pensarlo dos veces,
pero fue un engaño mío:
el dedo sólo tenía chocolate masticado por mí,
que el esclavo comió con agradecimiento doble.
Despues saqué mi verga
y le meé todo.
Mojado y marcado.
El contacto con la meada caliente sé que le gustó.
Lo dejé allí, para que se enfriara.
Volví a los diez minutos,
aunque podría haber tardado una hora:
seguía en la misma postura, pero temblaba.
Temblaba de frío y aguantaba.
Lo hice levantar, lo duché con agua caliente y seguía temblando.
Ahora temblaba de placer.
Con una toalla lo sequé como se seca un perro después de lavarlo.
Mi esclavo seguía temblando, de gusto y de excitación.
Cuando, con la toalla, lo envolví todo y lo abracé,
mi verga
estaba durísima.
Mi esclavo seguía con los ojos vendados, confiado en mis brazos,
seguro y a salvo,
quitándose el frío que le hacía castañetear los dientes.
Ahora ya no temía nada:
lo protegía su amo.
Yo lo sentí, en ese momento,
absolutamente mío.
Muy insinuante ;)
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